Albert Speer - Memorias
Cuando Albert Speer fue condenado por el tribunal de Nuremberg, en 1948, a veinte años de prisión, Hugh Trevor-Roper escribió: "Ahora Probablemente tendrá la oportunidad de escribir su autobiografía. Serán las únicas memorias del Tercer Reich que, siendo de gran valor, además invitarán a la lectura".
Este libro es la crónica apasionada de un hombre que durante doce años estuvo unido por un Adolfo Hitler. Una relación única aunque de distinto signo: como arquitecto remodelador de la ciudad de Berlín, la capital del Imperio, como amigo próximo en las tertulias de la Cancillería del Reich, y tecnócrata como organizador de una prodigiosa estructura armamentista y, a la vez, como inesperado opositor. Este documento es sin duda uno de los más valiosos para entender un período turbulento de nuestra reciente historia.
Ante las Memorias de Speer (escritas en Spandau entre 1953 y 1954), cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿cómo habría que leer hoy este libro? El texto posee una notable calidad literaria, pero no es una obra de ficción. La minuciosa descripción de la vida en la corte de Hitler (salpicada de certeras observaciones psicológicas sobre el dictador) es un documento importante para los historiadores del periodo, pero no nos hallamos ante un producto del oficio de cronista. Habría que considerar estas memorias como la obra de un grandísimo cínico, aunque muy persuasivo; es fácil olvidar, una vez sumergidos en la lectura de sus páginas, el aspecto profundamente siniestro de la actividad pública del autor. Muchas veces, sin embargo, lo siniestro aparece con nitidez obscena: en 1944, por ejemplo, Speer evoca el encuentro con su amigo Karl Hanke, que acaba de visitar un campo de concentración: "he visto", dice, algo "que no me está permitido describir [...]. No hice ninguna investigación. Debía tratarse de Auschwitz".
Speer asume la responsabilidad de sus actos y oculta eficazmente sus omisiones: ni siquiera representa el papel del que "no sabía nada"; simplemente, no habla en absoluto de lo mucho que, sin duda, sabía. Asumiendo su responsabilidad, consigue construir, mediante el artificio de la reinterpretación de las propias vivencias, el discurso del arrepentimiento. Ocultando sus omisiones, en cambio, se priva por completo al lector del beneficio de la duda. No nos hallamos, pues, ante el relato de un arrepentido, sino ante el de alguien que quiere aparecer como un arrepentido. Speer escribe sus memorias pensando en 1966, año de su liberación y de su vuelta a la vida normal.
De hecho, este libro es la perfecta expresión de la diferencia existente —cuando se juzgan los crímenes del Tercer Reich— entre arrepentimiento y responsabilidad. Privado de su carga teológica, el arrepentimiento es apenas una modalidad de la falsa conciencia que no modifica un ápice la responsabilidad ante las propias acciones criminales. La responsabilidad permanece más allá del cumplimiento de las penas impuestas por el Tribunal de Nuremberg, más allá, incluso, de las condenas a muerte que entonces se dictaron. La verdadera condena de los crímenes del Tercer Reich reside en la memoria, es decir, en la reiterada decisión de no olvidar.
Speer relata los acontecimientos que vivió con terrible frialdad. El lector asiste, dicho al maquiavélico modo, a la realità effetuale de Hitler y su entorno, y no a la immaginazione di essa. Esta frialdad tiene una indudable ventaja: permite conocer mejor la verdad cotidiana de Hitler y del nazismo. Como icono del mal por excelencia del siglo XX (y quizá de todos los siglos), la figura de Hitler corre el riesgo de deslizarse hacia el ámbito de lo fantasmagórico. En el preámbulo a su Hitler (Península, 1999), Ian Kershaw advierte, precisamente, de este peligro y propone como antídoto su monumental biografía. El Mal no es sólo un concepto o un símbolo, sino también el encadenamiento de innumerables actos (demasiado) humanos. Mostrar este encadenamiento es un logro de las Memorias de Speer.
Antes que nazi (o además de), Speer fue un técnico y un organizador, es decir, una figura estrictamente contemporánea. En su mayoría, los jerarcas nazis eran sujetos de nula competencia profesional. Eran pocos los que habían cursado estudios universitarios. El nazismo nunca habría podido dominar un Estado sumamente complejo como el alemán sin el concurso de gente como Speer o, descendiendo al grado extremo de lo siniestro, Mengele. La razón técnica puede prescindir por completo de cualquier fundamento ético o justificación ideológica y convertirse en un formidable aliado del poder totalitario. Así, Speer no logra ocultar en sus Memorias la infinita satisfacción que le producen aquellas tareas que implican un desafío a su capacidad. Habla entonces el técnico que, como por casualidad, era "también" nazi. En su etapa como arquitecto pluscuamperfecto del Reich, se excita sobre todo con los problemas técnicos implicados en sus descomunales proyectos. En la página 293, por ejemplo, Speer consigna en un cuadrito el número de metros cúbicos de piedra necesarios para realizar la gran reforma de Berlín. Calcula, incluso, el efecto devastador del tiempo sobre los futuros edificios. Se trata de la famosa "teoría del valor como ruina": al cabo de mil años, las obras del Reich debían exhibir la misma grandeza ruinosa que el Coliseo romano, de modo que el cálculo de materiales y estructuras habría de prever esta contingencia. Como arquitecto, el propio Speer acabará juzgándose como un artista frustrado. Su obra maestra (irónicamente efímera) se le antoja el acondicionamiento del Zeppelinfeld de Nuremberg para el Congreso del nsdap de 1933: el "espectáculo" fue descrito por el embajador británico como una "hermosa catedral de hielo". En 1941 viajará a España y visitará El Escorial: "entreví por primera vez que mis ideales arquitectónicos me habían conducido por un camino equivocado".
Su mayor "éxito", en realidad, sería la reorganización de la industria armamentística alemana durante su periodo como ministro del Reich. Su competencia organizadora alcanza entonces su cenit. También alcanza su cima el vaciamiento ideológico de su cometido o, mejor dicho, se le impone como ideología la técnica sin ideología. Para contribuir a la causa nazi, Speer prescinde del nazismo como concepción del mundo: aplica a la fabricación de armamento criterios de producción capitalistas (que llama "métodos propios de una gestión democrática de la economía"). Introduce el principio de "autorresponsabilidad" en la industria, esto es, elimina la subordinación de los empresarios a los incompetentes jefecillos sectoriales del partido nazi. Entre 1942 y 1944, la producción crece sin cesar, pese a los constantes bombardeos de los centros estratégicos. Utiliza trabajadores esclavos, de cuyas condiciones de vida sólo se preocupa si ello contribuye a mejorar las estadísticas. Speer experimenta un progresivo rechazo ante la figura de Hitler. El técnico exitoso siente horror ante el diletante: "Los éxitos estratégicos de los primeros años de la guerra pueden atribuirse perfectamente a su incapacidad para aprender las reglas del juego y al ingenuo placer que le proporcionaba tomar decisiones [...]. Pero, como suele sucederles a los inexpertos, naufragó tan pronto se produjeron los primeros reveses [...]. Durante mucho tiempo, su propensión a tomar decisiones sorprendentes e inesperadas había sido su fuerte; pero ahora [1944] aceleraba su derrota".
La vida de Speer fue, sin duda, una vida infame. Ni su retractación pública ni los veinte años de reclusión en Spandau lo exculpan. No hay expiación posible para el crimen absoluto. Hay que recordar lo que Speer hizo y, por lo mismo, hay que leer lo que escribió. De todas las razones posibles para leer hoy sus Memorias, esta es la principal: hay que traer a la memoria, una y otra vez, lo que nunca debe ser olvidado. -
Juan Antonio Rodríguez
Formato: Pdf
Páginas: 933
Tamaño: 113 MB
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