Memorias-Calabozo
Una noche de septiembre de 1973, nueve militantes del Movimiento de Liberación Nacional - Tupamaros fueron sacados sorpresivamente de las celdas donde estaban encarcelados. Iniciaron así un viaje que duró "once años, seis meses y siete días", de cuartel en cuartel, aislados, torturados pero mantenidos vivos como rehenes del régimen militar uruguayo. Condenados al silencio, inventaron un código de comunicación mediante golpes en la pared. Por medio de ese código improvisado, Rosencof y Fernández Huidobro se juraron que "cualquiera de los dos que sobreviviera, testimoniaría... Para que el sacrificio no fuera en vano". Memorias del calabozo es ese testimonio.
Mauricio Rosencof
Alguna vez, a lo largo de estos largos años, pudieron mirarse al espejo: vieron a otro. Flacos como “fakires”, triturados por la tortura incesante, los “rehenes” de la dictadura militar uruguaya anduvieron de cuartel en cuartel, condenados a la soledad de calabozos poco más grandes que un ataúd. No podían hablar ni siquiera con las cosas. En las celdas no había cosas, no había nada. Dormían sobre el helado suelo de hormigón, sobresaltados por cualquier ruido de paso de botas que podía anunciar una nueva ronda de torturas. A veces no les daban ni agua, y ellos bebían sus propios orines. A veces les negaban comida, y ellos comían moscas, gusanos, papeles, tierra. A veces ocurría un milagro: una ráfaga de aire fresco traía un aroma de naranjas por algún agujerito de la ventana tapiada; o por el agujerito entraba un bichito de luz, o una pluma de pájaro. Y a veces resonaba, en la pared, algún mensaje del preso vecino: un mensaje dicho con los nudillos de los dedos. Esta obra celebra una victoria de la palabra humana. Dos de los “rehenes”, Mauricio Rosencof y el “Ñato” Fernández Huidobro, evocan en estas páginas su experiencia en aquel reino del silencio y del terror. Cuentan cómo lograron salvar su condición humana, prendidos a la vida “como la hiedra al muro”, contra un sistema que quiso volverlos locos y convertirlos en cosas. La comunicación, lograda por un improvisado código morse, fue la clave de esa salvación. Tamborileaban los dedos y así ellos reconquistaban el negado derecho a la voz: a través del muro se daban aliento y consuelo, discutían, compartían experiencias y delirios, gentes y fantasmas, recuerdos y sueños. Aquella música de tamborcitos, aquellos ruiditos humildes, eran la mejor sinfonía de Beethoven; en ellos resonaba la maravilla del universo. Prohibida la boca, hablaban los dedos. Hablaban el lenguaje verdadero, que es el que nace de la necesidad de decir. El encuentro entre Mauricio y el Ñato a través de la pared no solo revela la fuerza de dignidad y el poder de astucia de nuestros presos políticos: ese diálogo alucinante es, además, el más certero símbolo del fracaso de un sistema que quiso convertir a todo el Uruguay en un país de sordomudos.Eduardo Galeano.
En la década del sesenta, la oligarquía hunde a Uruguay en una profunda crisis económica como único modo de salvar sus privilegios.
Tras esa crisis se desencadenaron las demás: la social, la política, la moral...
El pueblo uruguayo resistió pagar las tremendas consecuencias necesarias para el salvataje de intereses minoritarios y antihistóricos.
A partir de 1968 la oligarquía recurre a la violencia sistemática. La represión golpeó sin piedad.
Entre las muchas formas de lucha que el pueblo opuso al avance del fascismo, estuvo la armada. Los tupamaros fueron una de sus expresiones organizadas.
Durante 1972 se produce una severa derrota militar del Movimiento de Liberación Nacional (MLN). Tras ella, el Ejército, última carta de la oligarquía, avanzó sobre las demás posiciones populares.
Disolvió el Parlamento en junio de 1973, ilegalizó la Convención Nacional de Trabajadores (que mantuvo durante más de 15 días una heroica huelga general de resistencia al golpe de Estado), prohibió los partidos políticos, destrozó la autonomía universitaria, liquidó las libertades, torturó y encarceló en masa, asesinó llegando a las peores atrocidades...
Una noche de setiembre de 1973, nueve militantes del MLN fuimos sacados, por sorpresa, de cada una de nuestras celdas en el Penal de Libertad.
En la soledad de la helada madrugada de ese invierno creciente, hasta el motor de los camiones que nos aguardaban parecía querer hablar en voz baja para que los demás presos (miles) no oyeran. Para que nadie se enterara de lo que allí comenzaba a hacerse.
Era, lo fue desde el principio, un traslado vergonzante. Allá, en el más hondo fondo de la conciencia tenebrosa de quienes tomaron la decisión, pero también en la de los oficiales, clases y soldados que nos ponían tapones en los ojos, campeaba la ideíta de que algo malo se estaba haciendo. Siempre campea ese tipo de ahogado y tenue reproche.
Nosotros también lo intuimos y nos propusimos demostrar que el ser humano, piense como piense, puede resistir tal tamaño de crueldad sin pasar a ser bestia o planta. Sin mineralizarse.
Ese largo viaje de los nueve rehenes de la tiranía duró, exactamente, once años, seis meses y siete días. Hubo, en la historia de la humanidad, vastamente torturada, muchísimos antecedentes. El aguijón del dolor es el de ella. Dios no debe haber soplado el barro para hacer a los hombres: lo más probable es que lo haya golpeado.
Adolfo Wasem, Raúl Sendic, Jorge Manera, Julio Marenales, José Mujica, Jorge Zabalza, Henry Engler, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández fuimos los nueve señalados por la pezuña de la tiranía.
Muchos de nosotros, presos y torturados varias veces en la década del sesenta. Todos presos y torturados en el año 1972. Algunos, torturados nuevamente en 1973 antes del secuestro que nos transformará, refinamiento nuevo, en rehenes.
Resulta descomunal e imposible tratar de encontrar causas racionales en la conducta bestial de los mandos militares que asolaron Uruguay.
Podemos, a pesar del riesgo, intentarlo. Por lo menos señalando las razones obvias.
Una de ellas: nos consideraban dirigentes del MLN y, por ende (de acuerdo al peculiar mecanismo de sus engranajes mentales), impedirnos toda posibilidad de comunicación con el mundo exterior sería decisivo para liquidar, no solo al MLN sino a lo que daban en llamar “la subversión”, o sea, la protesta del pueblo uruguayo.
Vale la pena detenerse un poco en esto. Ellos piensan el mundo de acuerdo a sus parámetros; por lo tanto, el universo es un cuartel.
Liquidado el Comando Supremo, todo lo demás, desde que no piensa, queda aniquilado. A veces, cuando la realidad que enfrentan se parece a un ejército, la práctica les da la razón. Ello hace que se mantengan, macizos y contentos, en el error. Otra, bien material y concreta: cualquier cosa que hiciera el MLN sería contestada con la muerte o el castigo corporal en esos nueve militantes. Ergo: rehenes en el sentido neto de la palabra.
La última: fuimos detenidos en 1972. En ese momento las condiciones no estaban dadas como para asesinarnos a pesar de que lo intentaron. Después, la única alternativa que les quedaba era volvernos locos.
Pusieron manos a la obra con fruición y esmerada tenacidad. Para ello fuimos separados en tres grupos de tres y diseminados por los cuarteles del interior del país. Un trío en cada una de las tres divisiones del Ejército emplazadas lejos de Montevideo.
El último año, siempre aislados, lo pasamos en el Penal de Libertad.
Cada división, dentro de un lineamiento similar de castigo, usó estilos diferentes: en la número 4 el sistema consistía en cambiarnos permanentemente de cuartel, en forma sorpresiva, cada pocos meses. El trío iba completo de acá para allá.
En la número 3, los rehenes permanecían siempre en los nichos de un sótano del Batallón de Ingenieros Nº 3 con asiento en Paso de los Toros.
Y en la número 2 cada rehén era clausurado, solo, en cuarteles diferentes rotando también cada pocos meses.
Ello explica por qué es muy difícil relatar en un solo trabajo la experiencia de los nueve. Cada grupo vivió en un círculo diferente y peculiar de aquel infierno.
Instalados en mundos aparte, razones accidentales, enfermedades, incidentes, características personales, hicieron que cada trío viviera, dentro de un sistema represivo similar, experiencias distintas.
Por lo tanto lo único viable es que cada uno aporte su testimonio propio.
Este trabajo quiere ser un comienzo y una convocatoria a los demás rehenes para que lo hagan.
Y quiere ser fundamentalmente, eso: un testimonio.
En el caso particular de nosotros dos existió, además, un motivo especial para emprender el trabajo.
Un día, cuando calculamos que no saldríamos vivos (o cuerdos) de aquellas tumbas, nos juramentamos, hablando con leves golpes en la pared, desde una mazmorra a la otra, que cualquiera de los dos que sobreviviera, testimoniaría... Para que el sacrificio no fuera en vano.
Ambos sobrevivimos... Pero Adolfo Wasem no.
Con su muerte, el juramento aquel se hizo deber ineludible.
Y no solo fue Wasem: muchísimos compañeros y compañeras cayeron en cárceles, calabozos y salas de tortura para siempre. Quienes fuimos elegidos por el azar para quedar tenemos el deber, por ellos y por nuestro pueblo, de testimoniar.
Nuestro testimonio es el de todos.
A nosotros se nos dio, en este 1987, la oportunidad, buscada para cumplir, de poder sentarnos ante un grabador y recordar...
Decidimos no hacer “literatura” con la grabación. Retocar solo lo imprescindible para eliminar superfluidades y hacer inteligible el lenguaje hablado al ponerlo por escrito.
Mantener, en lo posible, las virtudes y aun los defectos de toda recordación espontánea. Otra cosa podría, a nuestro juicio, ser irrespetuosa para con el sufrimiento de tantos.
Los compromisos militantes ineludibles de Mujica, nuestro compañero de trío, le impidieron estar con nosotros, mano a mano, en la tarea concreta. Si esperábamos estar los tres juntos para emprenderla, corría el riesgo de que se postergara quién sabe hasta cuándo. Mujica mismo nos alentó en la empresa y revisó los resultados...
Formato: Pdf
Tamaño: 11,6 MB
Páginas: 253
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