Napoleón Saltos, Fernando Villavicencio, Christian Zurita y Luis Aráuz - El discreto encanto de la Revoluci...
Este trabajo es una cortina descorrida, una mirada por la rendija o por el ojo de la cerradura de la caja fuerte del poder, de aquel “mundo del supramercado, el mundo opaco del poder sobre la economía, en donde no rigen las leyes del mercado, sino la voluntad, la fuerza del poderoso; formas de acumulación violenta y acelerada, es el de la reproducción ampliada del gran capital”, como dice Napoleón Saltos al citar a Giovanni Arrighi.
Hay cosas que no van a gustar: abundan las citas molestas y reveladoras de palabras que se dijeron, y de denuncias que, hasta el momento, se las ha llevado el viento. Estos datos producirán acidez estomacal, comezones y urticaria, indignación y asco; pero, sin duda, despertarán conciencias y movilizarán voluntades. Sin embargo, los protagonistas principales, amos y señores del escándalo, expertos en la puñalada trapera contra los intereses de la nación han tenido siempre piel de rinoceronte o cocodrilo y, a lo largo de la historia de su dominación, su reacción ante las denuncias ha sido la amenaza, la represión o el manto de silencio y olvido sobre todo aquello que les incomoda.
Resulta indispensable conjugar la palabra listo en tiempos revolucionarios: Yo soy listo, él también a veces es listo -aunque no tanto como yo-, algunos otros también son algo listos, y todos los demás “se dejan robar por el ojo tuerto”.
Eso es, a grandes rasgos, lo que ha ocurrido a lo largo de nuestra historia. Los primeros “listos” llegaron de Extremadura y de Castilla, de Cádiz y de Sevilla. Después, llegaron de todos los lugares imaginables, porque siempre fuimos y aún somos un territorio de conquista.
“Poderoso caballero es don dinero”. La expansión implacable del mercado mundial ha sido el marco de esta su búsqueda frenética, en la que se han expresado los complejos de inferioridad de la mentalidad colonial, para la que el tener ha sido siempre más importante que el ser: el enriquecerse como sea equivale a la compra de indulgencias de los cristianos temerosos y arrepentidos de sus pecados, ávidos de alcanzar el paraíso o escapar a los horrores del infierno; a los cambios de apellidos y la compra de ridículos títulos de nobleza de los criollos de la época colonial en su esfuerzo desesperado por blanquearse; al arribismo eterno de los que siempre han mirado con devoción hacia afuera, productos exquisitos y portadores devotos de la razón colonial de turno.
Nuestra riqueza ha sido nuestra condena: oro, plata, tributos de indios, petróleo, cascarilla, gas, campos de labranza más que generosos, tagua, caucho, madera, agua, biodiversidad, sol, oxígeno, fuerza de trabajo barata, rendidora y abundante. “Hacer la América”, enriquecerse y progresar ha sido siempre el objetivo de curas doctrineros, soldados de fortuna, funcionarios inescrupulosos, piratas, fulleros de garito, cuenteros y estafadores, soldadotes y politicastros, ingenieros y doctores, abogados, contratistas, tecnócratas y planificadores. Con la Independencia y la fundación de la República, los criollos asumieron el control total de los negocios de la antigua colonia y organizaron el nuevo Estado a su imagen y conveniencias, disputándose a sangre y fuego la propiedad sobre indios y haciendas, y haciendo de la defensa irrestricta de los intereses extranjeros una verdadera profesión de fe.
Por eso, si se quiere establecer el carácter de clase de un gobierno en nuestra sociedad burguesa, no es necesario mirar únicamente sus relaciones con los grupos empresariales conocidos o tradicionales: los bancos, los exportadores, industriales, importadores, etc.; es indispensable mirar también cómo se articulan con los nuevos grupos emergentes, con los aventureros de vieja y nueva data, los gerentes de empresas estatales, los abogados de bufetes prestigiosos y de los otros -que al final sirven para lo mismo-, los intereses transnacionales; y, además, las relaciones de todos estos personajes con cierto mundo académico, generalmente privado, que despliega sus oropeles de mercadotecnia y pirotécnicas verbales y los relacionistas públicos que los legitiman a cada instante.
El botín más apetecido en las últimas décadas -“las joyas de la corona”-, han sido los recursos naturales, a los que se suman las áreas económicas en las que aplican las tecnologías de punta: la biodiversidad y la venta de servicios ambientales. Es allí donde la acumulación originaria es más acelerada y la reproducción ampliada prácticamente inmediata del capital. En esos nuevos negocios y no sólo en los viejos, es donde los añejos poderes están en pugna con los poderes emergentes, que se los disputan a dentelladas o llegan a acuerdos para repartirse las migajas que dejan las transnacionales, empresas a las que sirven con la devoción de nuevos conversos, al igual que sus antepasados del siglo XIX.
Son los hombres y mujeres “enloquecidos por el dinero”, de los que habló ya en los años sesenta el ex Presidente de la República Carlos Julio Arosemena Monroy, cuyo gobierno fue derrocado por la CIA por el pecado mortal de mantener las relaciones diplomáticas con Cuba. Son los perros que bailan por la plata, y “por el oro perro y perra”, como dice ese refrán popular que tanto le gustaba citar a Pedro Jorge Vera.
En nuestra historia dolorosa, el más desenfrenado saqueo de nuestras riquezas campea especialmente en aquellos momentos en que parece posible una ruptura del viejo orden dominante; momentos en los que -aprovechándose de los apuros del viejo poder-, las fracciones emergentes de la burguesía han entrado por la tranquera. Así ocurrió después del final de la Segunda Guerra Mundial. José María Velasco Ibarra no fue solo el sepulturero de los afanes revolucionarios de obreros, estudiantes, intelectuales y campesinos quienes, con el fusil en la mano, derrocaron al Gobierno de Arroyo del Río en mayo de 1944. En los años cincuenta, durante su tercer mandato -el único que logró concluir-, Velasco Ibarra fue el “el presidente de las carreteras”. Y, en su momento, con él llegarían a controlar el gobierno los que no tenían espacio en los partidos tradicionales de la clase dominante, o los tantos “carreristas” que querían fortunas más rápidas. “El doctorcito es honrado, los que roban son los otros”, decía entonces con verdadera candidez gran parte del pueblo ecuatoriano.
El ascenso del Gobierno Nacionalista y Revolucionario de las Fuerzas Armadas, presidido por el General Guillermo Rodríguez Lara en 1972, entusiasmó a muchos. Nunca ha faltado, entre nosotros, esa especie izquierdista de los devotos de algo: de los que apoyan lo bueno y critican lo malo del gobierno, tanto del gobierno de los reformistas militares, como de los gobiernos que han venido después. Los entusiasmos bienintencionados de febrero del 72‟ devinieron en los rasgos más duros del rostro del Triunvirato militar: las masacres de trabajadores, los asesinatos de opositores, y la corrupción más desenfrenada mediante los negocios públicos y el endeudamiento externo. Los triunviros pusieron en marcha el “retorno a la democracia” desde arriba; es decir, la rearticulación del esquema de dominación, un proceso histórico en el que los partidos políticos jugarían un rol decisivo para controlar al pueblo y acceder -a través del voto- al botín público. Una de las estrellas rutilantes de este proceso fue el entonces joven –biológicamente- Dr. Oswaldo Hurtado Larrea. La ruptura imaginada de principios de los setenta del viejo orden oligárquico fue, al final, solamente otro recambio. En el país y en el extranjero se multiplicaron las nuevas fortunas, los autos y mansiones de lujo y las cuadras de caballos de paso…
Con Jaime Roldós Aguilera se planteó nuevamente la posibilidad de una ruptura del orden de la dominación pero, entre las vacilaciones del Presidente, el cerco de los “patriarcas de las componendas” y los restos del avión presidencial en Zapotillo, el rostro imperturbable de la continuidad de la dominación encarnó en el genio y la figura de Oswaldo Hurtado Larrea. Y los negocios prosperaron otra vez…
Y después, con Borja, “le volvió a tocar al pueblo”…equivocarse, rechinar los dientes y continuar con su lucha. Como nunca antes, en el marco del juego de las instituciones burguesas de la democracia formal y representativa, después de tres años de Hurtadato, y de cuatro de Febrescorderato, el pueblo apoyó en las urnas, de manera abierta y a conciencia plena, lo que creyó que sería su gobierno y, otra vez volvió a equivocarse. Rodrigo Borja Cevallos, enciclopedista de la política, tuvo en sus manos todos los instrumentos de gobierno: ejecutivo, legislativo, las cortes de justicia, los gobiernos locales y el apoyo de la sociedad. No obstante, en lugar de ruptura, tuvimos más de lo mismo: consenso de Washington gradualista, con privatizaciones, reducción de los derechos de los trabajadores, crecimiento del sector financiero y corrupción de la buena. Las paredes de Quito bautizaron lo ocurrido con el término “febresborjismo”.
Vendrían dos frustraciones consumadas más, y otra en ciernes. En 1996, Abdalá Bucaram Ortiz ganó las elecciones presidenciales. Otra vez los obreros, los campesinos, los jóvenes, los indígenas, los maestros, los artesanos, entregaron su voto, con la apuesta de “ahora o cambiamos o nos jodemos de una vez…” Hubo quienes vieron en ese triunfo la posibilidad de una ruptura histórica. La burguesía más tradicional expresó por la boca del padrino del candidato derrotado, Jaime Nebot Saadi, su odio y desconcierto: votaron por Bucaram los ladrones y las prostitutas. El encantamiento del pueblo con Bucaram no duró casi nada. En pocos meses el gobierno reveló con toda claridad los apetitos de una fracción emergente de la clase dominante con agenda propia: un nuevo recambio en el poder, a costa de la corrupción desenfrenada en la administración de los bienes públicos, los negociados con los recursos naturales y el ataque contra las organizaciones populares.
El derrocamiento de Bucaram, legitimado por el enorme caudal de participación popular en las calles, plazas y carreteras, abrió el camino para que, después del corrupto interinazgo de Fabián Alarcón, el gobierno caiga en manos de un refrito socialcristiano y democristiano que, encabezado por Jamil Mahuad llevó al poder a los banqueros como la expresión de la continuidad más dura del neoliberalismo ortodoxo.
Después vino el 21 de enero del 2000, fiasco esperanzado y fugaz. Gustavo Noboa Bejarano, abogado de los tribunales de la República y ex rector de la Universidad Católica de Guayaquil, dio continuidad al gobierno de Jamil Mahuad, con el entusiasta concurso de sus “gustavinos” para todo uso. Los negocios florecieron otra vez.
Entre la primera y la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del año 2003, muchos sin salir del asombro, presenciamos la mutación de un antiguo coronel insurrecto y amigo de las FARC en “el mejor aliado de Washington”. Extraña experiencia, entre surrealista y kitsch, de un candidato que recorría el país con veteranos militantes de izquierda dura, que se reunía con indígenas y campesinos durante el día y que, en las noches, cenaba con los jefes de la más rancia banca neoliberal. Cualquier ilusión de ruptura del viejo orden de “los de arriba”, se esfumó enseguida. Otra vez, los negocios turbios florecieron, especialmente los negociados en el sector petrolero y en el de las telecomunicaciones.
Hasta octubre del 2009, las evidencias abundan para pensar que el Gobierno de Rafael Correa se desliza con enorme vocación y entusiasmo por la autopista rápida, de una vía y sin semáforos, hacia un nuevo recambio en las élites. A quienes se entusiasman con rapidez con los discursos anti oligárquicos encendidos, hay que recordarles que si reflexionamos con algo de rigor, sobran los dedos de una mano para contar a los presidentes revolucionarios en la historia republicana de América Latina: Eloy Alfaro, Fidel Castro, Salvador Allende. No me atrevo a mencionar todavía el nombre de Evo Morales, y estoy dispuesto a rectificar; menos aún digo Hugo Chávez. Algunos querrán incluir en la corta lista a Benito Juárez, pero eso habría que consultarlo con los indígenas mexicanos. Que nos caiga entonces uno, casi de sopetón, y directamente de Lovaina y los Estados Unidos, se presta siempre a sospecha.
El gobierno de Rafael Correa ha puesto en marcha un proyecto neo- desarrollista de reforma capitalista. La destitución de figuras relevantes como Alberto Acosta y los conflictos con los sectores populares, especialmente con los indígenas y campesinos que defienden el agua, los recursos naturales y la soberanía alimentaria, han evidenciado casi desde el inicio de la gestión de Correa, los intereses que encarna la Revolución Ciudadana. La propuesta central del Correísmo es rescatar el papel del Estado para lograr el desarrollo capitalista, como un que regula y controla la economía para que éste desempeñe papel de “gran hermano” de los negocios de la clase dominante y sea el supremo constructo del consenso activo de los dominados. Eso no se puede lograr sin una reforma de la institucionalidad mediante el fortalecimiento del rol del Estado en la planificación, los aparatos de inteligencia, la represión y la subordinación de las Fuerzas Armadas.
Lo que se quiere imponer es la razón de un Estado que se pretende el resumen de toda la sociedad civil; eso choca con los intereses históricos más profundos de los pueblos y las nacionalidades y de las clases trabajadoras.
Este proyecto de reforma capitalista requiere también de una nueva inserción de la economía ecuatoriana en el capitalismo internacional. Por eso, es coherente en esta dirección el abandono del eje Norte-Sur y la apertura hacia las nuevas economías capitalistas emergentes, especialmente hacia Brasil y China. Las trasnacionales del norte están siendo reemplazadas por las transnacionales latinoamericanas o las transnacionales chinas. La retórica anti imperialista presidencial puede ser correctamente decodificada en el marco de este realineamiento geopolítico y económico de la dependencia.
Cuando Fabricio Correa se refirió al gobierno de su hermano como “el sexto Velasquismo”, a lo mejor sin proponérselo estaba construyendo una caracterización adecuada. Como Velasco Ibarra, en el mejor espíritu de la razón colonial, Rafael Correa se presenta como el portador del pensamiento racional e ilustrado, que arremete contra la barbarie “corporativista”. En el país, como en tiempos velasquistas, abunda la infraestructura para el transporte pero, a diferencia de lo que ocurría entonces, ahora el sistema de vías, de puertos y aeropuertos, en planificación o construcción, no mira estrictamente hacia el Norte como destino para vender nuestros productos primarios y comprar manufacturas. Ahora, toda la infraestructura se enmarca en una visión de la integración sudamericana definida en el IIRSA y que favorece la expansión de las economías de China y del Brasil.
La subordinación del gobierno de Correa con respecto de los intereses de la gran burguesía brasileña es completa, y la Manta-Manaos es su piedra angular. Al igual que Velasco Ibarra, Correa es su propio comunicador y relacionista público. Su relación simbólica y discursiva con la población ha cerrado, por ahora, el escenario para otros actores. Como en tiempos velasquistas, los contratos se firman “rápido, rápido”, en nombre del interés nacional y para que la patria “sea de todos”. Quizá, lo que mejor identifica a Correa con el Velasquismo es su entorno personal e íntimo más cercano que, como en otros momentos históricos, evidencia la articulación en torno del gobierno e, incluso, en el propio régimen, de representantes de intereses empresariales: esos personajes que, según Fabricio Correa Delgado, “el ojo tuerto” de su hermano menor no logra divisar.
A principios de la década de los setenta, el escritor izquierdista Jaime Galarza Zavala nos conmovió con dos libros magníficos y valientes: “El Festín del Petróleo”, y “Piratas en el Golfo”. Los leímos con avidez y con asco. Para Jaime Galarza, esos libros implicaron la persecución y la cárcel; para muchos de nosotros fueron una lección de dignidad y una clase magistral de política para saber del lado en el que teníamos que estar, aunque muchos, por ahora, lo hayan olvidado.
A quienes se sientan a gusto con los libros incómodos, las cifras que duelen, las evidencias que lastiman y los hechos revelados que conmueven como mazazos, este trabajo les será de inmensa ayuda para el trajinar diario por las autopistas, los callejones sin salida o por los lentos chaquiñanes de las transformaciones sociales y políticas.
Aspiro a que, después de leer éstas páginas, como un requisito mínimo de honestidad intelectual, nuestros amigos de izquierda no nos digan que haberlas publicado es “hacerle el juego a la derecha”. Pensamos, como Mariátegui, que la verdad es siempre revolucionaria, por amarga y dura que sea y, como Martí, que uno de los fundamentos de la condición humana sin el que no es posible vivir debe ser eso que él llama decoro. Sólo desde el conocimiento del mundo real los parias, los ninguneados, los explotados, humillados y ofendidos de nuestra tierra y de todas las tierras, se dotarán de conciencia social para desarrollar su auto organización y construir una sociedad que verdaderamente esté a la altura de la dignidad y de sus sueños. Y, sólo entonces, las revoluciones serán el carnaval de los oprimidos y el tiempo histórico humanizado de la utopía; es decir, serán revoluciones de verdad A quienes se sientan a gusto con los libros incómodos, las cifras que duelen, las evidencias que lastiman y los hechos revelados que conmueven como mazazos, este trabajo les será de inmensa ayuda para el trajinar diario por las autopistas, los callejones sin salida o por los lentos chaquiñanes de las transformaciones sociales y políticas.
F.L.R.
Hay cosas que no van a gustar: abundan las citas molestas y reveladoras de palabras que se dijeron, y de denuncias que, hasta el momento, se las ha llevado el viento. Estos datos producirán acidez estomacal, comezones y urticaria, indignación y asco; pero, sin duda, despertarán conciencias y movilizarán voluntades. Sin embargo, los protagonistas principales, amos y señores del escándalo, expertos en la puñalada trapera contra los intereses de la nación han tenido siempre piel de rinoceronte o cocodrilo y, a lo largo de la historia de su dominación, su reacción ante las denuncias ha sido la amenaza, la represión o el manto de silencio y olvido sobre todo aquello que les incomoda.
Resulta indispensable conjugar la palabra listo en tiempos revolucionarios: Yo soy listo, él también a veces es listo -aunque no tanto como yo-, algunos otros también son algo listos, y todos los demás “se dejan robar por el ojo tuerto”.
Eso es, a grandes rasgos, lo que ha ocurrido a lo largo de nuestra historia. Los primeros “listos” llegaron de Extremadura y de Castilla, de Cádiz y de Sevilla. Después, llegaron de todos los lugares imaginables, porque siempre fuimos y aún somos un territorio de conquista.
“Poderoso caballero es don dinero”. La expansión implacable del mercado mundial ha sido el marco de esta su búsqueda frenética, en la que se han expresado los complejos de inferioridad de la mentalidad colonial, para la que el tener ha sido siempre más importante que el ser: el enriquecerse como sea equivale a la compra de indulgencias de los cristianos temerosos y arrepentidos de sus pecados, ávidos de alcanzar el paraíso o escapar a los horrores del infierno; a los cambios de apellidos y la compra de ridículos títulos de nobleza de los criollos de la época colonial en su esfuerzo desesperado por blanquearse; al arribismo eterno de los que siempre han mirado con devoción hacia afuera, productos exquisitos y portadores devotos de la razón colonial de turno.
Nuestra riqueza ha sido nuestra condena: oro, plata, tributos de indios, petróleo, cascarilla, gas, campos de labranza más que generosos, tagua, caucho, madera, agua, biodiversidad, sol, oxígeno, fuerza de trabajo barata, rendidora y abundante. “Hacer la América”, enriquecerse y progresar ha sido siempre el objetivo de curas doctrineros, soldados de fortuna, funcionarios inescrupulosos, piratas, fulleros de garito, cuenteros y estafadores, soldadotes y politicastros, ingenieros y doctores, abogados, contratistas, tecnócratas y planificadores. Con la Independencia y la fundación de la República, los criollos asumieron el control total de los negocios de la antigua colonia y organizaron el nuevo Estado a su imagen y conveniencias, disputándose a sangre y fuego la propiedad sobre indios y haciendas, y haciendo de la defensa irrestricta de los intereses extranjeros una verdadera profesión de fe.
Por eso, si se quiere establecer el carácter de clase de un gobierno en nuestra sociedad burguesa, no es necesario mirar únicamente sus relaciones con los grupos empresariales conocidos o tradicionales: los bancos, los exportadores, industriales, importadores, etc.; es indispensable mirar también cómo se articulan con los nuevos grupos emergentes, con los aventureros de vieja y nueva data, los gerentes de empresas estatales, los abogados de bufetes prestigiosos y de los otros -que al final sirven para lo mismo-, los intereses transnacionales; y, además, las relaciones de todos estos personajes con cierto mundo académico, generalmente privado, que despliega sus oropeles de mercadotecnia y pirotécnicas verbales y los relacionistas públicos que los legitiman a cada instante.
El botín más apetecido en las últimas décadas -“las joyas de la corona”-, han sido los recursos naturales, a los que se suman las áreas económicas en las que aplican las tecnologías de punta: la biodiversidad y la venta de servicios ambientales. Es allí donde la acumulación originaria es más acelerada y la reproducción ampliada prácticamente inmediata del capital. En esos nuevos negocios y no sólo en los viejos, es donde los añejos poderes están en pugna con los poderes emergentes, que se los disputan a dentelladas o llegan a acuerdos para repartirse las migajas que dejan las transnacionales, empresas a las que sirven con la devoción de nuevos conversos, al igual que sus antepasados del siglo XIX.
Son los hombres y mujeres “enloquecidos por el dinero”, de los que habló ya en los años sesenta el ex Presidente de la República Carlos Julio Arosemena Monroy, cuyo gobierno fue derrocado por la CIA por el pecado mortal de mantener las relaciones diplomáticas con Cuba. Son los perros que bailan por la plata, y “por el oro perro y perra”, como dice ese refrán popular que tanto le gustaba citar a Pedro Jorge Vera.
En nuestra historia dolorosa, el más desenfrenado saqueo de nuestras riquezas campea especialmente en aquellos momentos en que parece posible una ruptura del viejo orden dominante; momentos en los que -aprovechándose de los apuros del viejo poder-, las fracciones emergentes de la burguesía han entrado por la tranquera. Así ocurrió después del final de la Segunda Guerra Mundial. José María Velasco Ibarra no fue solo el sepulturero de los afanes revolucionarios de obreros, estudiantes, intelectuales y campesinos quienes, con el fusil en la mano, derrocaron al Gobierno de Arroyo del Río en mayo de 1944. En los años cincuenta, durante su tercer mandato -el único que logró concluir-, Velasco Ibarra fue el “el presidente de las carreteras”. Y, en su momento, con él llegarían a controlar el gobierno los que no tenían espacio en los partidos tradicionales de la clase dominante, o los tantos “carreristas” que querían fortunas más rápidas. “El doctorcito es honrado, los que roban son los otros”, decía entonces con verdadera candidez gran parte del pueblo ecuatoriano.
El ascenso del Gobierno Nacionalista y Revolucionario de las Fuerzas Armadas, presidido por el General Guillermo Rodríguez Lara en 1972, entusiasmó a muchos. Nunca ha faltado, entre nosotros, esa especie izquierdista de los devotos de algo: de los que apoyan lo bueno y critican lo malo del gobierno, tanto del gobierno de los reformistas militares, como de los gobiernos que han venido después. Los entusiasmos bienintencionados de febrero del 72‟ devinieron en los rasgos más duros del rostro del Triunvirato militar: las masacres de trabajadores, los asesinatos de opositores, y la corrupción más desenfrenada mediante los negocios públicos y el endeudamiento externo. Los triunviros pusieron en marcha el “retorno a la democracia” desde arriba; es decir, la rearticulación del esquema de dominación, un proceso histórico en el que los partidos políticos jugarían un rol decisivo para controlar al pueblo y acceder -a través del voto- al botín público. Una de las estrellas rutilantes de este proceso fue el entonces joven –biológicamente- Dr. Oswaldo Hurtado Larrea. La ruptura imaginada de principios de los setenta del viejo orden oligárquico fue, al final, solamente otro recambio. En el país y en el extranjero se multiplicaron las nuevas fortunas, los autos y mansiones de lujo y las cuadras de caballos de paso…
Con Jaime Roldós Aguilera se planteó nuevamente la posibilidad de una ruptura del orden de la dominación pero, entre las vacilaciones del Presidente, el cerco de los “patriarcas de las componendas” y los restos del avión presidencial en Zapotillo, el rostro imperturbable de la continuidad de la dominación encarnó en el genio y la figura de Oswaldo Hurtado Larrea. Y los negocios prosperaron otra vez…
Y después, con Borja, “le volvió a tocar al pueblo”…equivocarse, rechinar los dientes y continuar con su lucha. Como nunca antes, en el marco del juego de las instituciones burguesas de la democracia formal y representativa, después de tres años de Hurtadato, y de cuatro de Febrescorderato, el pueblo apoyó en las urnas, de manera abierta y a conciencia plena, lo que creyó que sería su gobierno y, otra vez volvió a equivocarse. Rodrigo Borja Cevallos, enciclopedista de la política, tuvo en sus manos todos los instrumentos de gobierno: ejecutivo, legislativo, las cortes de justicia, los gobiernos locales y el apoyo de la sociedad. No obstante, en lugar de ruptura, tuvimos más de lo mismo: consenso de Washington gradualista, con privatizaciones, reducción de los derechos de los trabajadores, crecimiento del sector financiero y corrupción de la buena. Las paredes de Quito bautizaron lo ocurrido con el término “febresborjismo”.
Vendrían dos frustraciones consumadas más, y otra en ciernes. En 1996, Abdalá Bucaram Ortiz ganó las elecciones presidenciales. Otra vez los obreros, los campesinos, los jóvenes, los indígenas, los maestros, los artesanos, entregaron su voto, con la apuesta de “ahora o cambiamos o nos jodemos de una vez…” Hubo quienes vieron en ese triunfo la posibilidad de una ruptura histórica. La burguesía más tradicional expresó por la boca del padrino del candidato derrotado, Jaime Nebot Saadi, su odio y desconcierto: votaron por Bucaram los ladrones y las prostitutas. El encantamiento del pueblo con Bucaram no duró casi nada. En pocos meses el gobierno reveló con toda claridad los apetitos de una fracción emergente de la clase dominante con agenda propia: un nuevo recambio en el poder, a costa de la corrupción desenfrenada en la administración de los bienes públicos, los negociados con los recursos naturales y el ataque contra las organizaciones populares.
El derrocamiento de Bucaram, legitimado por el enorme caudal de participación popular en las calles, plazas y carreteras, abrió el camino para que, después del corrupto interinazgo de Fabián Alarcón, el gobierno caiga en manos de un refrito socialcristiano y democristiano que, encabezado por Jamil Mahuad llevó al poder a los banqueros como la expresión de la continuidad más dura del neoliberalismo ortodoxo.
Después vino el 21 de enero del 2000, fiasco esperanzado y fugaz. Gustavo Noboa Bejarano, abogado de los tribunales de la República y ex rector de la Universidad Católica de Guayaquil, dio continuidad al gobierno de Jamil Mahuad, con el entusiasta concurso de sus “gustavinos” para todo uso. Los negocios florecieron otra vez.
Entre la primera y la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del año 2003, muchos sin salir del asombro, presenciamos la mutación de un antiguo coronel insurrecto y amigo de las FARC en “el mejor aliado de Washington”. Extraña experiencia, entre surrealista y kitsch, de un candidato que recorría el país con veteranos militantes de izquierda dura, que se reunía con indígenas y campesinos durante el día y que, en las noches, cenaba con los jefes de la más rancia banca neoliberal. Cualquier ilusión de ruptura del viejo orden de “los de arriba”, se esfumó enseguida. Otra vez, los negocios turbios florecieron, especialmente los negociados en el sector petrolero y en el de las telecomunicaciones.
Hasta octubre del 2009, las evidencias abundan para pensar que el Gobierno de Rafael Correa se desliza con enorme vocación y entusiasmo por la autopista rápida, de una vía y sin semáforos, hacia un nuevo recambio en las élites. A quienes se entusiasman con rapidez con los discursos anti oligárquicos encendidos, hay que recordarles que si reflexionamos con algo de rigor, sobran los dedos de una mano para contar a los presidentes revolucionarios en la historia republicana de América Latina: Eloy Alfaro, Fidel Castro, Salvador Allende. No me atrevo a mencionar todavía el nombre de Evo Morales, y estoy dispuesto a rectificar; menos aún digo Hugo Chávez. Algunos querrán incluir en la corta lista a Benito Juárez, pero eso habría que consultarlo con los indígenas mexicanos. Que nos caiga entonces uno, casi de sopetón, y directamente de Lovaina y los Estados Unidos, se presta siempre a sospecha.
El gobierno de Rafael Correa ha puesto en marcha un proyecto neo- desarrollista de reforma capitalista. La destitución de figuras relevantes como Alberto Acosta y los conflictos con los sectores populares, especialmente con los indígenas y campesinos que defienden el agua, los recursos naturales y la soberanía alimentaria, han evidenciado casi desde el inicio de la gestión de Correa, los intereses que encarna la Revolución Ciudadana. La propuesta central del Correísmo es rescatar el papel del Estado para lograr el desarrollo capitalista, como un que regula y controla la economía para que éste desempeñe papel de “gran hermano” de los negocios de la clase dominante y sea el supremo constructo del consenso activo de los dominados. Eso no se puede lograr sin una reforma de la institucionalidad mediante el fortalecimiento del rol del Estado en la planificación, los aparatos de inteligencia, la represión y la subordinación de las Fuerzas Armadas.
Lo que se quiere imponer es la razón de un Estado que se pretende el resumen de toda la sociedad civil; eso choca con los intereses históricos más profundos de los pueblos y las nacionalidades y de las clases trabajadoras.
Este proyecto de reforma capitalista requiere también de una nueva inserción de la economía ecuatoriana en el capitalismo internacional. Por eso, es coherente en esta dirección el abandono del eje Norte-Sur y la apertura hacia las nuevas economías capitalistas emergentes, especialmente hacia Brasil y China. Las trasnacionales del norte están siendo reemplazadas por las transnacionales latinoamericanas o las transnacionales chinas. La retórica anti imperialista presidencial puede ser correctamente decodificada en el marco de este realineamiento geopolítico y económico de la dependencia.
Cuando Fabricio Correa se refirió al gobierno de su hermano como “el sexto Velasquismo”, a lo mejor sin proponérselo estaba construyendo una caracterización adecuada. Como Velasco Ibarra, en el mejor espíritu de la razón colonial, Rafael Correa se presenta como el portador del pensamiento racional e ilustrado, que arremete contra la barbarie “corporativista”. En el país, como en tiempos velasquistas, abunda la infraestructura para el transporte pero, a diferencia de lo que ocurría entonces, ahora el sistema de vías, de puertos y aeropuertos, en planificación o construcción, no mira estrictamente hacia el Norte como destino para vender nuestros productos primarios y comprar manufacturas. Ahora, toda la infraestructura se enmarca en una visión de la integración sudamericana definida en el IIRSA y que favorece la expansión de las economías de China y del Brasil.
La subordinación del gobierno de Correa con respecto de los intereses de la gran burguesía brasileña es completa, y la Manta-Manaos es su piedra angular. Al igual que Velasco Ibarra, Correa es su propio comunicador y relacionista público. Su relación simbólica y discursiva con la población ha cerrado, por ahora, el escenario para otros actores. Como en tiempos velasquistas, los contratos se firman “rápido, rápido”, en nombre del interés nacional y para que la patria “sea de todos”. Quizá, lo que mejor identifica a Correa con el Velasquismo es su entorno personal e íntimo más cercano que, como en otros momentos históricos, evidencia la articulación en torno del gobierno e, incluso, en el propio régimen, de representantes de intereses empresariales: esos personajes que, según Fabricio Correa Delgado, “el ojo tuerto” de su hermano menor no logra divisar.
A principios de la década de los setenta, el escritor izquierdista Jaime Galarza Zavala nos conmovió con dos libros magníficos y valientes: “El Festín del Petróleo”, y “Piratas en el Golfo”. Los leímos con avidez y con asco. Para Jaime Galarza, esos libros implicaron la persecución y la cárcel; para muchos de nosotros fueron una lección de dignidad y una clase magistral de política para saber del lado en el que teníamos que estar, aunque muchos, por ahora, lo hayan olvidado.
A quienes se sientan a gusto con los libros incómodos, las cifras que duelen, las evidencias que lastiman y los hechos revelados que conmueven como mazazos, este trabajo les será de inmensa ayuda para el trajinar diario por las autopistas, los callejones sin salida o por los lentos chaquiñanes de las transformaciones sociales y políticas.
Aspiro a que, después de leer éstas páginas, como un requisito mínimo de honestidad intelectual, nuestros amigos de izquierda no nos digan que haberlas publicado es “hacerle el juego a la derecha”. Pensamos, como Mariátegui, que la verdad es siempre revolucionaria, por amarga y dura que sea y, como Martí, que uno de los fundamentos de la condición humana sin el que no es posible vivir debe ser eso que él llama decoro. Sólo desde el conocimiento del mundo real los parias, los ninguneados, los explotados, humillados y ofendidos de nuestra tierra y de todas las tierras, se dotarán de conciencia social para desarrollar su auto organización y construir una sociedad que verdaderamente esté a la altura de la dignidad y de sus sueños. Y, sólo entonces, las revoluciones serán el carnaval de los oprimidos y el tiempo histórico humanizado de la utopía; es decir, serán revoluciones de verdad A quienes se sientan a gusto con los libros incómodos, las cifras que duelen, las evidencias que lastiman y los hechos revelados que conmueven como mazazos, este trabajo les será de inmensa ayuda para el trajinar diario por las autopistas, los callejones sin salida o por los lentos chaquiñanes de las transformaciones sociales y políticas.
F.L.R.
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