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José Saramago (Azinhaga—Portugal, 1922), argumenta que la memoria es un recuerdo poético, la memoria siempre da pinceladas sobre los rostros y convierte a todo el mundo en una especie de personaje, de creación imaginaria. La memoria es el dramaturgo que tienen adentro todos los hombres, pone en escena e inventa un disfraz para cada ser vinculado con nosotros... (Revista Común Presencia, Pág. 38, Bogotá).
En este orden de ideas podemos testificar que Boletín y elegía de las mitas, del poeta César Dávila Andrade (Cuenca, 1919) es ante todo una recreación poética instalada y manada del imaginario literario e histórico del aeda ecuatoriano, quien pretende rememorar, a través del texto, sus percepciones del proceso de conquista y de colonia en la América hispánica.
¿Qué se memoriza en el Boletín?
Boletín y elegía de las mitas es un sumario de la invasión española y del proceso de colonización en América latina. Un sumario poéticamente construido, recreado —pese a narrar una lógica cronológica, insta a un nuevo imaginario (por lo menos desde lo literario)—, en donde el proceso doloroso de la colonia se ve "reinventado" en la escritura de Dávila Andrade, con el objetivo único de permitir o darle paso a la dignidad, a la cultura, a la equidad y a los derechos del "otro":
II
A mí, tam. A José Vacancela tam. A Lucas Chaca tam. A Roque Caxicóndor tam. En plaza de pomasqui y en rueda de otros naturales nos trasquilaron hasta el frío la cabeza. Oh, Pachacámac, Señor del Universo, nunca sentimos más helada tu sonrisa, y al páramo subimos desnudos de cabeza, a coronarnos, llorando, con tu sol.
El poeta sufre una especie de transubstanciación y es a partir de esa metempsicosis que se instala en la voz de "los otros" y habla desde ellos y con ellos; una forma de recuperar al sujeto "indígena", repensar la historia desde la perspectiva de los subalternos —y no desde la historia oficial—, recuperar la iniciativa histórica revolucionaria —César Dávila fue miembro del partido socialista ecuatoriano—, instar a una política de cambio y conciencia y establecer una nueva representación del nativo: el indígena reflexivo, resucitado, coherente, en contraste con las identidades fundadas y "memorizadas" a partir del colonialismo y la hegemonía occidental.
En esa radiografía que es el poema, César Dávila Andrade reencarna voz de los "marginados" y "subalternos" —hayan existido o no—, lo que nos recuerda a Neruda en ese bello poemario Alturas de Macchu Picchu. El poeta ofrece sus recursos, su voz, su pluma y su intelecto para que aquellos que han permanecido "mudos" eleven su protesta contra la tragedia que vivió y vive la población indígena del continente:
IV
Y vuestro Teniente y Justicia Mayor / José de Uribe: "Te ordeno". Y yo, Con los otros indios, llevábamosle a todo pedir, / de casa en casa, para sus paseos, en hamaca. / mientras mujeres nuestras, con hijas mitayas, a barrer, a carmenar, a texer, a escardar; / a hilar, a lamer platos de barro —nuestra hechura—. Y a yacer con viracochas, nuestras flores de dos muslos, para traer al mestizo y verdugo venidero.
La voz que narra, sin embargo, no es la voz del poeta, no es tampoco la "Memoria" poética ni histórica de César Dávila Andrade, es la voz de un colectivo primitivo o presente (desde qué lugar se recuerda?), la voz —quizás cósmica— de un grupo de individuos "muertos" que nos hablan precisamente desde esa orilla, desde ese locus tal vez metafísico del poeta (Dávila Andrade trasegó por el rosacrucismo y la masonería). Sin embargo, lo "memorizado" no se aparta de un referente histórico, simplemente es asumido desde un punto de vista literario o desde la construcción subjetiva-colectiva de Dávila Andrade.
¿Quién memoriza?
César Dávila Andrade es un hombre letrado, uno de los mejores poetas que ha dado la poesía (para mi visión muy personal y un tanto arbitraria, el mejor poeta que ha dado —hasta ahora— el Ecuador). Como todo poeta, pasa por varios procesos internos y externos: de una poesía neorromántica y neosurrealista, a una poética experimental, en donde propone una ruptura —reniega un poco de su búsqueda anterior— y se vincula con la historia y la geografía de su país, con los habitantes de un territorio muy suyo; de este periodo es Boletín y elegía de las mitas:
Sin paga, sin maíz, sin runa—mora, / ya sin hambre de puro no comer; sólo calavera, llorando granizo viejo por mejillas, / llegué trayendo frutos de la yunga / a cuatro semanas de ayuno. / Recibiéronme: Mi hija partida en dos por Alférez Quintanilla, / Mujer, de conviviente de él. Dos hijos muertos
a látigo. / Oh, Pachacámac, y yo, a la vida. Así morí.
Esta "memoria" poética se da desde abajo. César Dávila Andrade como blanco-mestizo, como hombre letrado construye esos pasos "rotos" desde su imaginario literario, lo que significa apelar a la presencia del lenguaje para convertir su "versión" o su "visión" en algo tangible, en la "otra" realidad, en la realidad "presente" y no en la pretérita. Lo narrado es verdad en la medida en que el lenguaje crea ese efecto, lo representa, lo crea, lo convierte en algo palpable: el testimonio no es una obra de ficción: mejor dicho, su convicción discursiva es que representa una historia verdadera, que su narrador es una persona que realmente existe. Esto produce lo que se podría llamar un "efecto de veracidad" (Beverly, Pág. 160).
Desde ese locus de intelectual y letrado Dávila reencarna la voz de los "otros", la voz del nativo, un evento que se repite en todos los procesos de reconstrucción o recreación histórica. El indígena, como sujeto "analfabeto", no es capaz de traducirse a la lógica occidental y a una lengua hegemónica, por lo que tiene que ser "hablado", "representado" a través de la voz y la cultura del intelectual (origen de la literatura indigenista); el poeta nos los presenta —no representa— a través de la creación literaria y sólo vemos su presentación a través del espejo o el laberinto que significa el lenguaje.
Sin embargo, esa "visión" o "verdad" del poeta demuestra, entre otras cosas, que el proceso de las mitas es constante, circular, se repite, continúa y no termina de narrarse. De otro lado, rebasa la voz del "indio" (e incluso la voz del blanco-mestizo) y se reincorpora hacia una nueva lógica. El poema de Dávila Andrade no es un texto indígena (no fue escrito por un indio) ni un poema indigenista (escrito por un blanco que representa lo indígena). El texto del poeta ecuatoriano va más allá de esto: se constituye en un nuevo registro poético, en la voz que irrumpe las lógicas históricas "memorizadas" y las revalúa desde una "voz" literaria (otra?), una locución situada por encima de paradigmas políticos y sociales. Desde estas perspectivas resulta una propuesta bien particular: antes del Boletín se hablaba por el indígena, se pensaba por él y se le representaba. César Dávila Andrade posee la voz de ellos, se permea de un acento "ajeno", habla con la vox de un sujeto "otro" como si estuviera poseído por él; se intuye un poseso en la construcción del Boletín y elegía de las mitas. El poeta no subalterniza ni representa lo indígena, el aeda es lo indígena, lo blanco, lo mestizo, la historia, la memoria, la identidad, la nación y la sangre de todos esos elementos que son equiparados a través de la lengua y la escritura: el poema está escrito en quechua y en español, lo que constata la multiplicidad de intereses y búsquedas.
Pero un día volví. ¡Y ahora vuelvo! / Ahora soy Santiago Agag, Roque Buestende, Mateo Comaguara, Esteban Chuqitaype, Pablo Duchinachay, Gregorio Guarlatana, Francisco Nati-Cañar, Bartolomé Dumbay! / Y ahora, toda esta Tierra es mía./Desde Llaguagua hasta Burgay; / Desde Irubí hasta el Buerán ; / desde Guaslán, hasta Punsara, pasando por Biblián. / Y es mía para adentro, como mujer en la noche. / Y es mía para arriba, hasta más allá del Gavilán
Finalmente, el poema de Dávila posee una estructura moderna que podemos acercar a la anatomía del testimonio. Por un lado el poema, en lo que llamaría Beverly, asume una posición política: implica un reto al statu quo de una sociedad dada (Beverly, Pág. 157). De otra parte, reúne características dentro de esa anatomía desde perspectivas como "urgencia de comunicación", es narrada por el poeta, que es a su vez es el protagonista o la voz de "todos", su unidad narrativa suele ser una "vida" o una vivencia particularmente significativa (Beverly, Pág. 157). Esto demuestra que Boletín y elegía de las mitas no sólo apela a la verdad y a la presencia del lenguaje sino que proporciona voz y objetiviza la palabra (subalterna) a través de su construcción y propuesta literaria.
¿Para quién es significativa la memoria poética de Dávila Andrade?
La memoria del escritor ecuatoriano es significativa desde el mismo proceso de representación de "acontecimientos" y "procederes" históricos. Reconstruye, reinventa, recrea y por esto mismo nombra, vuelve tangible lo aparentemente "intangible"; búsqueda de varios intelectuales entre quienes vale la pena destacar a José Carlos Mariategui, José María Arguedas, Alcides Arguedas, Miguel Riofrío, Pablo Neruda, Juan León Mera, etc, etc, etc; a César Dávila Andrade lo podemos situar en la vertiente del neoindigenismo (sin querer decir con esto que agotemos sus búsquedas y consideraciones de carácter esotérico, metafísico y filosófico) en donde el realismo social, motivado por la inestabilidad política del Ecuador, la inequidad, las luchas indígenas, la revolución juliana, la revolución de mayo, la crisis social y económica del país, se instala como una vertiente ideal para promover la denuncia y la revolución intelectual. De este periodo son: José de la Cuadra, Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil, Demetrio Aguilera, Alfredo Pareja Diezcanseco, Pablo Palacio, Fernando Chávez y Jorge Icaza. Dávila Andrade no fue ajeno a la implosión literaria de los 30 ni al cuestionamiento de la realidad desde lo literario. De allí Boletín y elegía de las mitas, un poema excepcional —por lo particular— en la creación y el estro poético del aeda ecuatoriano.
De otra parte, la lucha del poeta, desde la perspectiva literaria (Dávila Andrade no tuvo militancias políticas: su revolución fue a través de las letras), está planteada. El poeta sabe, como lo afirma Stuart Hall, que desde la cultura se puede establecer un lugar central de combate contra la hegemonía. Es decir, para los mismos indígenas —los de hoy, los de ayer, los del futuro— esta memoria es por demás relevante y fundamental, es una memoria que los "presenta" al margen de la sumisión, la derrota, el olvido y la muerte.
Para las nuevas generaciones e incluso para las pasadas es vital encontrarse con una poética de esta naturaleza en dónde la reivindicación del indígena —así sea a través de la voz del "otro"— formule una continuidad a algo que creíamos completamente sellado, cerrado, borrado, suprimido. Sobre todo que esa continuidad se da desde una "nueva verdad" y sigue configurándose a lo largo de un tiempo y un espacio concreto y abstracto, prueba de ello, las múltiples apropiaciones que han hecho del texto los partidos políticos de izquierda (socialistas o comunistas), los movimientos indígenas —en las recientes movilizaciones—, los sindicatos y los defensores de los derechos humanos en el Ecuador.
Para terminar, quiero citar una entrevista realizada al Nobel de Literatura José Saramago en donde éste expresa su inconformidad respecto a algunas costumbres y tradiciones de los pueblos occidentales: En todas partes se educa para la guerra y jamás para la paz, se nos somete a la estúpida adoración de una bandera o un himno nacional, se idealizan las razas y los pueblos se delimitan en forma excluyente las fronteras (Revista Común Presencia, Pág. 38).
Haciendo énfasis en esto que podemos llamar "tradición" y que es tocado incisivamente por Saramago, percibo que César Dávila propone una nueva forma de mirar el mundo y con él la realidad del indígena, por lo tanto destruye cierta tradición hegemónica y postula la suya, la nuestra la de todos. Lo que debe decirse entonces acerca de toda tradición, en este sentido, es que constituye un aspecto de la organización social y cultural contemporánea del interés de la dominación de una clase específica (R. Williams, Marxismo y literatura, Pág. 138).
De allí que el indígena viva, se levante desde la escritura, resucite a través del verbo, se incorpore de un pasado atroz y enuncie su nueva realidad, la que le pertenece y necesita: Regreso / ¡Regresamos! ¡Pachacámac! / ¡Yo soy Juan Atampam! ¡Yo, tam! / ¡Yo soy Marcos Atampam! ¡Yo, tam! / ¡Yo soy Marcos Guamán! ¡Yo, tam! / ¡Yo soy Roque Jadán! ¡Yo, tam! / Comaguara, soy. Gualanlema, Quilaquilago, Caxicóndor. / Pumacuri, Tomayco, Chuquitaype, Guartatana, / Duchinachay, Dumbay, ¡Soy! ¡Somos!
¡Seremos! ¡Soy!
Winston Morales Chavarro (La memoria poética e histórica en Boletín y elegía de las mitas (Mita Llakimanta Arawi), de César Dávila Andrade)
César Dávila Andrade
BOLETÍN Y ELEGÍA DE LAS MITAS
Yo soy Juan Atampam, Blas Llaguarcos, Bernabé Ladña
Andrés Chabla, Isidro Guamancela, Pablo Pumacuri,
Marcos Lema, Gaspar Tomayco, Sebastián Caxicondor.
Nací y agonicé en Chorlaví, Chamanal, Tanlagua,
Nieblí. Sí, mucho agonicé en Chisingue,
Naxiche, Guambayna, Paolo, Cotopilaló.
Sudor de Sangre tuve en Caxaji, Quinchiraná,
en Cicalpa, Licto y Conrogal.
Padecí todo el Cristo de mi raza en Tixán, en Saucay,
en Molleturo, en Cojitambo, en Tavavela y Zhoray.
Añadí así más blancura y dolor a la Cruz que trujeron mis verdugos.
A mí, tam. A José Vancancela, tam.
A Lucas Chaca, tam. A Roque Caxicondor, tam.
En Plaza de Pomasqui y en rueda de otros naturales,
nos trasquilaron hasta el frío la cabeza.
Oh, Pachacámac, Señor Universo,
nunca sentimos más helada tu sonrisa,
y al páramo subimos desnudos de cabeza,
a coronarnos, llorando, con tu Sol.
A Melchor Pumaluisa, hijo de Guápulo,
en medio patio de hacienda, con cuchillo de abrir chanchos
cortáronle testes.
Y, pateándole, a caminar delante,
de nuestros ojos llenos de lágrimas.
Echaba, a golpes, chorro en ristre de sangre.
Cayó de bruces en la flor de su cuerpo.
Oh, Pachacámac, Señor del Infinito,
Tú, que manchas el Sol entre los muertos ...
Y vuestro Teniente y Justicia Mayor,
José de Uribe: "Te ordeno". Y yo,
con los otros indios, llevábamosle a todo pedir,
de casa en casa, para sus paseos, en hamaca.
Mientras mujeres nuestras, con hijas, mitayas,
a barrer, a carmenar, a tejer, a escardar,
a hilar, a lamer platos de barro -nuestra hechura-.
Y a yacer con Viracochas
nuestras flores de dos muslos,
para traer el mestizo y verdugo venidero.
Sin paga, sin maíz, sin runa-mora,
ya sin hambre, de puro no comer;
sólo calavera, llorando granizo viejo por mejillas,
llegué trayendo frutos de la yunga
a cuatro semanas de ayuno.
Recibiéronme: Mi hija partida en dos por Alférez Quintanilla.
Mujer, de conviviente de él. Dos hijos muertos a látigo.
Oh, Pachacámac, y yo, a la Vida.
Así morí.
Y de tanto dolor, a siete cielos,
por setenta soles, oh, Pachacámac,
mujer pariendo mi hijo, le torcí los brazos.
Ella, dulce ya de tanto aborto, dijo:
"Quiebra maqui de guagua; no quiero
que sirva de mitayo a "Viracochas".
Quebré.
Y entre Curas, tam, unos pareciendo diablos, buitres había.
Iguales. Peores que los otros de dos piernas.
Otros decían: "Hijo, Amor, Cristo".
A tejer dentro de Iglesia, aceite para lámpara,
cera de monumentos, huevos de ceniza,
doctrina y ciegos doctrineros.
Vihuela, india para la cocina, hija para la casa.
Así dijeron. Obedecí.
Y después: Sebastián, Manuel, Roque, Salva,
Miguel, Antonio, Mitayos, a hierba, leña, carbón,
paja, peces, piedras, maíz, mujeres, hijas. Todo servicio.
A runa-llama tam, que en tres meses
comiste dos mil corazones de ellas.
A mujer que tan comiste
cerca de oreja de marido y de hijo,
noche a noche.
Brazos llevaron al mal.
Ojos al llanto.
Hombres al soplo de sus foetes.
Mejillas a lo duro de sus botas.
Corazón que estrujaron, pisando ante mitayo,
cuerpos de mamas, mujeres, hijas.
Sólo nosotros hemos sufrido
el mundo horrible de sus corazones.
En obraje de telas, sargas, capisayos, ponchos,
yo, el desnudo, hundido en calabozos, trabajé
año cuarenta días,
con apenas puñado de maíz para el pulso
que era más delgado que el hilo que tejía.
Encerrado desde aurora hasta el otro claror,
sin comer tejí, tejí.
Hice la tela conque vestían cuerpos los Señores
que dieron soledad de blancura a mi esqueleto,
y Día Viernes Santo amanecí encerrado,
boca abajo, sobre telar,
con vómito de sangre entre los hilos y lanzadera.
Así, entinté con mi alma, llena de costado,
la tela de los que me desnudaron.
"Porque no hemos venido
a vivir en la tierra.
Sólo venimos a soñar
Sólo venimos a amar
aquí, en la Tierra".
Y a un Cristo, adrede, tam trujeron,
entre lanzas, banderas y caballos.
Y a su nombre, hiciéronme agradecer el hambre,
la sed, los azotes diarios, los servicios de Iglesia,
la muerte y la desraza de mi raza.
(Así avisa al mundo, Amigo de mí angustia.
Así, avisa. Di. Da diciendo. Dios te pague).
Y bajo ese mesmo Cristo,
negra nube de buítres de trapo vinieron. Tantos.
Cientos de haciendas y casas hicieron en la Patria.
Miles de hijos. Robos de altar. Pillerías de cama.
Dejáronme en una línea de camino,
sin Sur, sin Norte, sin choza, sin... ¡dejáronme!
y, después, a batir barro, entraña de mi tierra;
a hacer cal de caleras, a trabajar en batanes,
en templos, paredes, pinturas, torres, columnas, capiteles.
¡Y yo, a la intemperie!
Y, después, en trapiches que tenían,
moliendo caña, moliéronme las manos:
hermanos de trabajo bebieron mi sanguaza.
Miel y sangre y llanto.
Y ellos, tantos, en propias pulperías,
enseñáronme el triste cielo del alcohol
y la desesperanza. ¡Gracias!
¡Oh Pachacámac, Señor del Universo!
Tú que no eres hembra ni varón:
Tú que eres todo y eres Nada,
Oyeme, escúchame.
Como el venado herido por la sed,
te busco y sólo a ti te adoro.
Y tam, si supieras, Amigo de mi angustia,
cómo foeteaban cada día, sin falta.
"Capisayo al suelo, calzoncillo al suelo,
tú, boca abajo, mitayo. Cuenta cada latigazo".
Yo iba contando: 2, 5, 9, 30, 45, 70.
Así aprendí a contar en tu castellano,
con mi dolor y mis llagas.
En seguida, levantándome, chorreando sangre,
tenía que besar látigo y mano de verdugos.
"Dioselopagui, Amito"; así decía de terror y gratitud.
Un día en santa Iglesia de Tuntaqui,
el viejo doctrinero mostróme cuerpo en cruz
de Amo Jesucristo;
único Víracocha sin ropa, sin espuelas, sin acial.
Todito El era una sola llaga salpicada.
No había lugar ya ni para un diente de hierba
entre herida y herida.
En El cebáronse primero, luego fue en mí.
¿De qué me quejo, entonces? -No. Sólo te cuento.
Me despeñaron. Con punzón de fierro,
me punzaron el cuerpo,
Me trasquilaron. Hijo de ayuno y de destierro fui.
Con yescas de maguey encendidas, me pringaron.
Después de los azotes, yo aún en el suelo.
Ellos entregolpeaban sobre mí dos tizones de candela
y me cubrían con una lluvia de chispas puntiagudas,
que hacía chirriar la sangre de mis úlceras. Así.
Entre lavadoras de platos, barrenderas, hierbateras,
a una llamada Dulita cayósele una escudilla de barro,
y cayósele, ay, a cien pedazos.
Y vino el mestizo Juan Ruiz, de tanto odio para nosotros
por retorcido de sangre.
A la cocina llevóle pateándole nalgas, y ella sin llorar
ni una lágrima. Pero dijo una palabra suya y nuestra: Carajú.
Y él, muy cobarde, puso en fogón una cáscara de huevo
que casi se hace blanca brasa y que apretó contra los labios.
Se abrieron en fruta de sangre; amaneció con maleza.
No comió cinco días, y yo, y Joaquín Toapanta de Tubabiro,
muerta le hallamos en la acequia de los excrementos.
Y cuando en hato, allá en alturas,
moría ya de buitres o de la pura vida,
sea una vaca, una ternera o una oveja;
yo debía arrastrarle por leguas de hierba y lodo,
hasta patio de hacienda
a mostrar el cadáver.
Y tú, señor Viracocha,
me obligaste a comprar esa carne engusanada ya.
Y como ni esos gusanos juntos
pude pagar de golpe,
me obligaste a trabajar otro año más;
¡hasta que yo mismo descendí al gusano
que devora a los Amos y al Mitayo!
A Tomás Quitumbe, del propio Quito, que se fue huyendo
de terror, por esas lomas de sigses de plata y pluma,
le persiguieron; un alférez iba a la cabeza.
Y él, corre, corre, gimiendo como venado.
Pero cayó, rajados ya los pies de muchos pedernales.
Cazáronle. Amarráronle el pelo a la cola de un potro alazán
y con él, al obraje de Chillos,
a través de zanjas, piedras, zarzales, lodo endurecido.
Llegando al patio, rellenáronle heridas con ají y con sal,
así los lomos, hombros, trasero, brazos, muslos.
El gemía, revolcándose de dolor: "Amo Viracocha, Amo Viracocha".
Nadie le oyó morir.
Y a mama Susana Pumancay, de Panzaleo;
su choza entre retamas de mil mariposas ya de aleteo;
porque su marido Juan Pilataxi desapareció de bulto,
le llevaron, preñada, a todo paso, a la hacienda,
y al cuarto de los cepos, en donde le enceparon la derecha,
dejándole la izquierda sobre el palo.
Y ella, a medianoche, parió su guagua
entre agua y sangre.
Y él dio de cabeza contra la madera, de que murió.
¡Leche de plata hubiera mamado un día, Carajú!
Minero fui, por dos años, ocho meses.
Nada de comer. Nada de amar. Nunca vida.
La bocamina fue mi cielo y mi tumba.
Yo, que usé el oro sólo para las fiestas de mi Emperador,
supe padecer con su luz
por la codicia y la crueldad de otros.
Dormimos miles de mitayos
a pura mosca, látigo, fiebres, en galpones,
custodiados con un amo que sólo daba muerte.
Pero, después de dos años, ocho meses, salí.
Salimos seiscientos mitayos
de veinte mil que entramos.
Pero, salí. ¡Oh, sol reventado por mi madre!
Te miré en mis ojos de cautivo.
Lloré agua de sol en punta de pestañas.
Y te miré, Oh Pachacámac, muerto
en los brazos que ahora hacen esquina
de madera y de clavos a otro Dios.
Pero salí. No reconocía ya mi Patria.
Desde la negrura, volví hacia el azul.
Quitumbe de alma y sol, lloré de alegría.
Volvíamos. Nunca he vuelto solo.
Entre cuevas de Cumbe, ya en goteras de Cuenca,
encontré, vivo de luna, el cadáver
de Pedro Axitimbay, mi hermano.
Vile mucho. Mucho vile, y le encontré el pecho.
Era un hueso plano. Era un espejo. Me incliné.
Me miré, pestañeando. Y me reconocí. ¡Yo, era el mismo!
Y dije:
¡Oh Pachacámac, Señor del Universo!
Oh, Chambo, Mulaló, Simbambe, Tomebamba;
Guangara de Don Nuño Valderrama.
Adiós. Pachacámac, Adiós. Rimini. ¡No te olvido!
A ti, Rodrigo Núñez de Bonilla.
Pedro Martín Montanero, Alonso de Bastidas,
Sancho de la Carrera, hijo. Diego Sandoval.
Mi odio. Mi justicia.
A ti, Rodrigo Darcos, dueño de tantas minas,
de tantas vidas de curícamayos.
Tus lavaderos del Río Santa Bárbola.
Minas de Ama Virgen del Rosario en Cañaribamba.
Minas del gran cerro de Malal, junto al río helado.
Minas de Zaruma; minas de Catacocha. ¡Minas!
Gran buscador de riquezas, diablo del oro.
¡Chupador de sangre y lágrimas del Indio!
Que cientos de noche cuidé tus acequias, por leguas
para moler tu oro
en tu mortero de ocho martillos y tres fuelles.
Oro para ti. Oro para tus mujeres. Oro para tus reyes.
Oro para mi muerte. ¡Oro!
Pero un día volví. ¡Y ahora vuelvo!
Ahora soy Santiago Agag, Roque Buestende,
Mateo Comaguara, Esteban Chuquitaype, Pablo Duchinachay
Gregorio Guartatana, Francisco Nati-Cañar, Bartolomé Dumbay!
Y ahora, toda esta Tierra es mía
Desde Llangagua hasta Burgay;
desde Purubin hasta Buerán;
desde Guaslán hasta Punsara, pasando por Biblián.
Y es mía para adentro, como mujer en la noche,
y es mía para arriba, hasta más allá del gavilán.
Vuelvo. ¡Alzome!
¡Levantóme después del Tercer Siglo, de entre los Muertos!
¡Con los muertos, vengo!
La Tumba india se retuerce con todas sus caderas,
sus mamas y sus vientres.
La Gran Tumba se enarca y se levanta
después del Tercer Siglo, de entre las lomas y los páramos,
la cumbre, las yungas, los abismos,
las minas, los azufres, las cangaguas.
Regreso desde los cerros, donde moríamos
a la luz del frío.
Desde los ríos, donde moríamos en cuadrillas.
Desde las minas, donde moríamos en rosarios.
Desde la Muerte, donde moríamos en grano.
Regreso.
¡Regresamos! ¡Pachacámac!
¡Yo soy Juan Atampam! ¡Yo, Tam!
¡Yo soy Marcos Guamán! ¡Yo, Tam!
¡Yo soy Roque Jadán! ¡Yo, Tam!
Comaguara, soy. Gualanlema, Quilaquilago, Caxicondor,
Pumacuri, Tomayco, Chuquitaype, Guartatana,
Duchinachay, Dumbay, soy!
¡Somos! ¡Seremos! ¡Soy! ...
Boletín y elegía de las mitas
en la voz del artista ecuatoriano Beto Méndez: